Cómo curar bien las heridas

Esta tarde, al volver a casa en patinete, mi hija ha tropezado en la acera y ha acabado cayendo primero de cabeza y después raspándose la mandíbula con el pavimento.

Una herida en el labio, dos dientes que se mueven y sangran, rasguños en el pómulo que supuran gotitas de sangre…

En las farmacias puede encontrar estanterías enteras repletas de sprays antisépticos, vaporizadores desinfectantes, cremas antibióticas, antibacterianas, antisépticas y otros limpiadores de heridas. Nuestras abuelas utilizaban alcohol, agua oxigenada, tintura de yodo o mercromina, pero la única utilidad de todos estos productos es que alivian… a los padres (y a las abuelas).

Y para el niño lesionado, suponen un riesgo de agravar la situación.

La mercromina se ha retirado del mercado por contener una sustancia altamente tóxica -el mercurio- y porque su color rojo podía enmascarar los signos de infección o de inflamación pero, sobre todo, porque no era eficaz.

El alcohol resulta útil para desinfectar los instrumentos quirúrgicos, pero no debe aplicarse jamás sobre una herida. Seca la piel, retrasa la curación y tiene un efecto realmente perjudicial. Y es que al provocar la coagulación de la sangre, el alcohol crea una película sobre la cual pueden desarrollarse gérmenes que no necesitan oxígeno. “Si escuece cura”, solía decirse antes; pero es un dicho que carece de todo fundamento.

Por su parte, el agua oxigenada libera oxígeno naciente, y eso mata bacterias, por lo que el agua oxigenada es un buen desinfectante local.

La tintura de yodo (Betadine) es una solución de yodo en alcohol a la que también se puede recurrir. El yodo se utiliza en los hospitales para las heridas graves y, al aplicarlo en las heridas pequeñas produce un ligero escozor por el alcohol en contacto con la carne.

Pero en realidad, comprarse todo tipo de envases y frascos no sirve de nada.

¿Qué hay que hacer para curar las heridas?

La práctica médica habitual para limpiar las heridas consiste en utilizar una “solución salina isotónica”, también denominada “suero fisiológico”. Se trata sencillamente de agua salada en una concentración del 0,9 %, es decir, en la misma concentración que la sangre.

No obstante, estudios recientes indican que incluso el simple agua del grifo también resulta eficaz.

Una revisión de estudios llevada a cabo por The Cochrane Collaboration (prestigiosa organización independiente sin ánimo de lucro que agrupa a más de 11.000 voluntarios de 90 países que revisan de forma sistemática las intervenciones y estudios relacionados con la salud) apunta a que las soluciones salinas no son más eficaces que el agua del grifo para limpiar bien una herida y evitar el riesgo de infección (eso sí, en los países donde está limpia).

Así, el procedimiento idóneo para curar las heridas sería el siguiente:

  • Si la herida sangra, empezar deteniendo el sangrado presionándola con un pañuelo limpio o con una gasa estéril.
  • A continuación, lavar la herida con agua durante aproximadamente un minuto.
  • A partir de ese momento, evitar todo contacto de los dedos con la herida.

Conviene aclarar que la revisión llevada a cabo por Cochrane llega también a esta sorprendente conclusión: “no existen pruebas firmes de que limpiar una herida disminuya aisladamente el riesgo de infección”

Cochrane parece decir entonces: “no haga nada en absoluto” y el resultado será probablemente el mismo, incluso en heridas de mayor gravedad. Dicho esto, también concluye que “se precisan investigaciones complementarias” para confirmarlo. Ante la duda, conviene limpiar cuidadosamente las heridas.

¿Vendar o no vendar?

Una vez limpia la herida, conviene protegerla de roces, impactos y de la contaminación por bacterias, pero también hay que dejar que corra el aire, dejar que la herida “respire” y elimine los pequeños residuos que va expulsando.

Por ello, no hay que aplicar un vendaje o apósito oclusivo. Conviene asegurarse de que la venda no se adhiera a la herida (para ello, utilizar un apósito graso) y cambiarla con regularidad.

Existe una nueva familia de tiritas -los apósitos hidrocoloides- que, en contacto con los líquidos de una herida que supura, forman una especie de gel. Dichos apósitos mantienen la humedad de la herida al tiempo que la protegen. Deben permanecer aplicados varios días seguidos y aceleran considerablemente la cicatrización. También existen algunos productos en formato de gel que, una vez aplicados sobre la herida, se transforman en un apósito con efecto secante.

Una vez que la epidermis está restaurada, la herida puede dejarse al aire libre. Pero si se trata de una zona de roce con la ropa o con tendencia a recibir golpes (por ejemplo, los dedos), es mejor llevar siempre una tirita para contener el riesgo de sobreinfección.

Si, a pesar de todo, se desea aplicar un producto antiséptico de venta en farmacias, conviene saber que los hay de varios tipos, con distintos principios activos.

Tendemos a creer que serán más eficaces si los sumamos juntos, pero eso no es cierto, y de hecho es lo contrario: es peligroso. Por ejemplo, la asociación de un derivado del mercurio con un derivado del yodo produce mercurio.

Así que es importante manipular estos productos con cautela, sobre todo cuando un producto tan natural como el agua también resulta eficaz.

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Malaria… ¿en España?

Muchos vamos de vacaciones a lugares que hoy son turísticos porque antaño fueron “preservados”: zonas como Valencia en España, Bretaña en Francia o lugares de Italia o Croacia, entre otras.

Pero, ¿se ha preguntado usted alguna vez por qué esas regiones tan bonitas han permanecido tanto tiempo vacías, mientras la gente se apretujaba en otros sitios más feos y con menos sol?

¿Por qué la costa del Mediterráneo, que en la época de los romanos estuvo tan poblada, no tenía más que unos pueblos de pescadores hasta la Primera Guerra Mundial?

Lo que ocurre es que estas zonas, hasta principios del siglo XX, estaban arrasadas por el paludismo (también llamado malaria, según se utilice el termino italiano medieval “mal aire” o el procedente del latin “paludis”, pantano).

Pues sí, hoy en día ya nos hemos olvidado por completo y sólo asociamos la malaria a otros países donde sigue siendo una enfermedad endémica (sobre todo en países de África, pero también del sudeste asiático o del Pacífico Occidental), pero el paludismo fue con diferencia la enfermedad que más víctimas se cobró en Europa a lo largo de los siglos.

En las regiones templadas de Europa parece que el paludismo fue endémico durante la Edad Media. En el siglo XVI se vivió un recrudecimiento de la enfermedad que se prolongó hasta finales del siglo XIX.

Aquello a lo que llamaban la peste o las “fiebres” muchas veces no era sino malaria.

La malaria la causa un parásito llamado Plasmodium, que se transmite al ser humano por la picadura de mosquitos Anopheles infectados. El parásito Plasmodium pasa a la hembra del mosquito Anopheles cuando ésta, para obtener sangre para sus huevos, pica a una persona infectada. El parásito se reproduce en el interior del mosquito y, cuando éste pica a otra persona sana, pasa a su sangre mezclado con la saliva del mosquito. El mosquito tiene así el papel de vector de la enfermedad. El parásito de la malaria se multiplica rápidamente, primero en el hígado y luego en los glóbulos rojos y, si no se trata a tiempo, pone en peligro la vida de la persona infectada.

Julio César tuvo malaria. Felipe Augusto, rey de Francia a comienzos del siglo XIII, también tuvo malaria. Cuando en 1623 se reunió en Nápoles un cónclave para elegir a un nuevo Papa, Urbano VIII, ocho cardenales y 30 clérigos murieron a causa de la malaria… la lista de afectados a lo largo de la historia es inmensa.

Pero a partir de las guerras de religión (en los siglos XVI-XVII) fue cuando el paludismo golpeó de forma masiva a Europa. La guerra obliga a los habitantes de las ciudades a quedarse encerrados dentro de las murallas rodeados de aguas putrefactas en las que proliferan los mosquitos transmisores de la enfermedad.

El cardenal Richelieu cogió el paludismo durante el sitio de La Rochelle. El líder político y militar Cromwell, en Inglaterra, murió de paludismo en 1658. Luis XIV enfermó durante el asedio de Dunkerque. Napoleón Bonaparte pasó cuatro veces la enfermedad…

Napoleón además llegó a conocer tan bien la enfermedad que decidió aprovecharse de ello. En 1809 permitió deliberadamente a los ingleses desembarcar en Walcheren en una zona pantanosa con el fin de que el paludismo se ocupara de ellos. Y así fue: los mosquitos atacaron y los ingleses perdieron ni más ni menos que 27.000 hombres.

Cristóbal Colon sufrió paludismo en el segundo de sus viajes a América y, según Gregorio Marañón, el rey Carlos I de España y V de Alemania sufrió hasta 21 enfermedades distintas y falleció de paludismo tras un largo mes de agonía.

Y ya imaginará que si la enfermedad afectó a los gobernantes y poderosos de forma masiva, la situación para los campesinos que vivían en el campo y, en concreto, en las zonas pantanosas en donde se reproducían los mosquitos, fue todavía peor.

En España la malaria fue oficialmente erradicada en 1964, cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) concede el certificado oficial de erradicación de la enfermedad.

La lucha antipalúdica fue de hecho la primera intervención sanitaria en nuestro país que se basó en criterios epidemiológicos. Un médico escocés que estudió la enfermedad en las minas de Río Tinto en 1900 y dos médicos españoles que la estudiaron en Cáceres, fueron los pioneros. Pero fue un médico italiano, Gustavo Pittaluga, quien estudió a fondo la situación en Valencia, Baleares, Madrid y Cataluña y quien dio los pasos decisivos para la erradicación de los focos palúdicos, hasta el punto de que en 1920 se le confía la dirección de la Comisión de la Lucha Antipalúdica.

En su investigación, Pittaluga dividió el país en tres zonas en función de la intensidad de la enfermedad en ellas: regiones de endemia grave (Extremadura, valle bético y zonas de huerta de Alicante y Murcia), intensa (Montes de Toledo y Sierra Morena) y leve (litoral mediterráneo y Castilla).

Se crearon dispensarios antipalúdicos y la enfermedad iba remitiendo a buen ritmo hasta que llegó la Guerra Civil, que revirtió el proceso y la malaria volvió a mostrar su peor cara. A partir de 1943 volvió a reforzarse la lucha contra el paludismo (aumentando de nuevo los dispensarios y el uso de insecticidas) hasta que quedó tan borrado del mapa que prácticamente ni nos acordamos que aquí también fue una enfermedad endémica hasta hace no tanto.

Las consecuencias del paludismo endémico en el desarrollo económico de Europa fueron por tanto incalculables y sumió en la miseria a numerosas regiones. Fue una de las principales causas de la elevada mortalidad infantil y nuestros antepasados acabaron considerándola como una realidad inevitable.

Y sin embargo, ¿es posible que nos hayamos olvidado tan pronto de que, en Europa, poco tiempo atrás, una enfermedad así de grave estaba por todas partes?

Pues claramente sí. Pero tiene una explicación: el paludismo desapareció misteriosamente a comienzos del siglo XX sin que la medicina hubiera inventado ningún remedio nuevo.

Misteriosa desaparición

Misteriosamente, ésa es la palabra. En unos años, esta enfermedad tan temida en el pasado desapareció por completo.

Hoy día se puede decir que en los países en los que está erradicada sólo sigue afectando a causa de los viajeros que se desplazan a zonas donde sigue siendo endémica y también por la llegada de mercancías de esos mismos países (en España se producen entre 300 y 400 casos al año, en su mayoría casos de inmigrantes que han llegado con la enfermad o turistas que se han contagiado en sus viajes e incluso casos que sufre el personal de los aeropuertos en contacto con personas contagiadas o mosquitos que llegan con las mercancías).

Pero la medicina no ha llegado a encontrar ninguna explicación convincente para este “milagro”. Hay que decir que tampoco ha tenido nada que ver con él.

El único tratamiento para el paludismo conocido en Europa desde el siglo XVII era la quinina, la corteza de un árbol que fue providencialmente descubierta en Perú en 1630. Y aunque salvaba la vida de los afectados, no impedía que la epidemia se extendiera y avanzase.

La desaparición del paludismo evidentemente tuvo mucho que ver con el progreso de la esperanza de vida en el siglo XX (de hecho, la OMS reconoce que “el paludismo y la pobreza están íntimamente relacionados”).

Los ecosistemas no han cambiado tanto en estos años: sigue habiendo charcas y marismas, e incluso los mosquitos que transmiten la enfermedad, los mosquitos Anopheles, no han desaparecido. A todos nos pican esta clase de mosquitos a menudo y no tenemos malaria. De hecho, en un estudio realizado en la Comunidad Valenciana para estudiar los aspectos entomológicos de la enfermedad y las perspectivas de futuro, se han identificado cinco especies de Anopheles con distinta trascendencia para la difusión de la enfermedad.

Según Bruno Galli-Valerio, médico suizo nacido en 1867, especialista en parásitos, la mejora de nuestro estado nutricional es lo que nos ha hecho resistentes al paludismo.

Eso no impide que nos alegremos enormemente por esta fabulosa mejora de la situación que, en apariencia, no se debe a ningún avance técnico o médico, sino a un fenómeno espontáneo, como a menudo suele pasar. Aunque desde luego el nivel y la organización de la sanidad de un país también tienen mucha importancia, ya que en países como el nuestro es más fácil el diagnóstico rápido de la enfermedad, el aislamiento de los pacientes y el tratamiento antiparasitario, además de que existe la declaración obligatoria de la enfermedad.

Tras este paseo por la historia, le deseo unas felices vacaciones libres de toda preocupación. Si se encuentra en alguna región que antiguamente estuvo afectada por el paludismo, diviértase el doble, ya que podrá disfrutar de la belleza de la naturaleza sin el temor a esta terrible enfermedad.

Y si viaja a algún país donde el paludismo es endémico, no olvide informarse antes al viaje de qué medidas debe tomar para evitar la enfermedad. Y si observa algún síntoma sospechoso (fiebre, escalofríos, dolor de cabeza, náuseas, vómitos…), incluso ya de vuelta a casa (dado que la enfermedad tiene un periodo de incubación de entre nueve y 40 días según el parásito), acuda al médico inmediatamente informando del lugar donde ha estado.

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